Atlas tiene miedo. Quedan todavía dos horas para que
la nave despegue y no vuelva a ver la Tierra. Recuerda el viaje de ida hasta el
transbordador en aerodeslizador. Un calor abrasador, después de la desaparición
de la capa de ozono en el 2119, invadía la tierra; una niebla química y tóxica
le hacía llorar, y, aunque sobrevolaban el Océano Pacífico, antes azul y
cristalino, no se veía el mar. Atlas y la mayoría de gente de su edad solo
habían visto agua no reciclada en el lago artificial de la Torre, pero su
abuela le había dicho que, tiempo atrás, ese continente de plástico
había sido precioso, lleno de agua añil y salada.
Su abuela. Atlas solo tiene a dos personas a las que
quiere en el mundo: su Nana y Eris.
Atlas no es un chico de quince años normal, no tiene amigos -“Y no los
necesito”- se repite en su mente. Aunque está destrozada, Atlas ama la Tierra,
y cuando le dijeron que habían encontrado otro planeta en condiciones para
vivir, le dio un ataque de ansiedad y se encadenó a un árbol de la Torre. Mientras
piensa en esto, Atlas sonríe, recordando los tiempos antes del Incidente de la
IA, donde perdió a sus padres.
La cola avanza. Nana subirá en otra nave, pero se
encontrarán en el FB276, su nuevo hogar, su nuevo planeta.
“Piénsalo de
esta forma,”- se consuela a sí mismo- “si la nave la ha construído Eris será
segura”. Eris es la mejor. Eris es su hermana de otra madre. Su alma
gemela.
Sigue avanzando. Queda una hora. Observa a la gente,
como siempre. Delante, tiene a una mujer, alta, de unos treinta años, con un
bebé que como mucho debe tener 6 meses. La mujer está de espaldas, pero el bebé
ríe, ignorando que este es el planeta en el que ha nacido. Ignorando todo lo
que podría haber vivido si los humanos no destrozáramos todo lo que tocamos. Detrás
de Atlas hay un anciano de unos 70 años. El anciano llora. Recuerda momentos de
cuando la Tierra era hermosa.
“Ese señor se
parece al abuelo.” pensó.
El abuelo. El que le enseñó aquella canción de Bowie
sobre un astronauta. En ese tiempo, el sueño de Atlas era ir al espacio, ahora,
haría lo que fuera para quedarse en tierra.
Un grito helador corta en seco sus pensamientos.
-¡NO PODÉIS OBLIGARME! ¡NO ME PODÉIS LLEVAR A LA
FUERZA!- chilla una chica, a la que unos agentes vestidos de inmaculado blanco
sujetan de pies y manos- ¡CONOZCO MIS DERECHOS!
“Al fin, alguien como yo”- suspira Atlas, por lo
bajo-.
Pero su alivio no dura. Un disparo calla de inmediato
a esa chica rebelde. Le calla a ella, pero enciende a todos a su alrededor.
Gritos. Llegan más agentes. Se oyen más disparos. Atlas no puede respirar, se
asfixia. Conoce bien esa sensación. Es la sensación de cuando un profesor le
regañaba en la escuela, la de cuando vio a su madre tratando de proteger a su
padre de ese robot, la de cuando le dijeron que tendría que irse de su amada
Tierra. La sensación de cuando sabes desde el principio que reunir a toda la
humanidad para que abandone su casa no es una buena idea.
La blanca y perfecta plataforma de despegue se ha
teñido de rojo. Un rojo que manda una señal. Un rojo que les dice: Podéis
amotinaros y todo lo que queráis, pero preferimos arrancaros de vuestro hogar
que invertir en arreglar el estropicio que hay en él.
Está paralizado. Congelado. Quiere correr, sus piernas
no responden; quiere pensar, su cerebro no lo procesa.
No hay esperanza.
-¡ATLAS! ¡¿DÓNDE ESTÁS?!
Eris. Su esperanza.
-¡Eris! Eris, estoy aquí.
-Dios. Atlas, ¿estás bien?- pregunta, aliviada- ¿Te
han hecho daño?
- Estoy bien. ¿Y mi abuela?
Eris se queda callada. Atlas sabe lo que significa,
pero no llora. Nana no lo hubiera querido así.
-Atlas…
- Está bien. No pasa nada. Hay que irse.
- Ya, pero, ¿a dónde? Si nos quedamos o nos matarán o
nos moriremos.
- Eris, tranquila. Ahora mismo, incluso la tierra es
más segura que quedarnos con los agentes. Nos escaparemos. Sobreviviremos.
Cristina Pérez de Uribe
Ganadora Categoría
C 1º y 2º ESO
X Concurso Literario
Sagrado Corazón Chamartín
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