Don
Quijote: “¡No doy crédito a este asunto! Después de todo lo que he hecho para
combatir las injusticias, por intentar tener una existencia más noble; después
de cumplir mi palabra tras ser derrotado por el caballero de la Blanca Luna y
regresar a casa, de darlo todo por la mujer a la que quiero, ¿es así como
acaban mi historia?¿Muerto de tristeza en mi casa por tener que estar aquí un
año?¿No he demostrado mil veces que soy un caballero, Sancho?¿Acaso se piensan
que la historia acaba así?”
Sancho:
“Lo sé mi señor, es natural que esté enfadado. Creo que esta salida es una gran
idea, en cuanto antes hable con él y aclare este asunto mejor.”
Don
Quijote: “Quién iba a decir que después de cinco meses en casa planeando mi
boda con mi futura esposa tan felizmente y dedicándome enteramente a ella antes
de que se cumpliera el año para volver a salir en busca de justicia iba a
decidir mi autor que moriría así sin más. ¿Acaso no puedo escribir yo mi propia
historia? Aparecen todos los puntos de vista menos el mío, Sancho. A nadie le
importa lo que piense Cide Hamete Benengeli o el vizcaíno o un simple morisco
aljamiado. ¿Por qué tienen que meterse en mi vida? De eso nada, yo elijo mi
propio destino y no ninguno de ellos.”
Sancho:
“¿Y que dice Aldonza de todo esto señor?”
Don
Quijote: “Pues cuando nos enteramos del final de mi libro me puse furioso y,
mientras cenábamos, fue a mi querida prometida a la que se le ocurrió la idea
de ir a hablar con don Miguel aunque no le ha hecho mucha gracia que en
vísperas de la boda me marche de casa. Sin embargo, ahora aquí estamos, como
hace unos meses, trotando por los campos de Castilla. Ya echaba de menos a
Rocinante.”
Sancho:
“Yo creo, don Quijote, que Cervantes será comprensivo con usted después de
todo. Príncipe de los ingenios le llaman ahora gracias en mayor parte a vuestra
novela.”
Don
Quijote: “Te tengo dicho que no me llames más don Quijote, ya que por encima de
todo está mi palabra, y al ser ese mi nombre de caballero no lo usaré hasta
dentro de los siete meses que me quedan por cumplir. Tan solo voy en condición
de Alonso para discutir este tema que me preocupa. Y a partir de este momento
narraré yo mi historia.”
Caminamos
durante todo el día por el campo en dirección a Lisboa, donde se había enterado
mi amigo el barbero que Miguel de Cervantes se había dirigido después de salir
de la cárcel de Sevilla dónde había estado por malentendidos de dinero. Me
dijeron que había ido a visitar a unos amigos a los que hacía tiempo que no
veía desde que estuvo allí antes de ser recaudador de impuestos.
El sol se estaba poniendo pero hacía tanto
calor que me ardía la piel. Como si alguien ahí fuera me hubiese escuchado
encontramos un gran árbol con una fuente al lado para poder beber agua.
Estábamos demasiado lejos de cualquier posada y parecía que allí sería donde
pasaríamos a la noche. Cuando oscureció encendimos un pequeño fuego y me quedé
mirándolo como si me estuviera hipnotizando.
-“¿Sabes
qué, Sancho?”- le dije a mi amigo. “Lo que más me molesta de todo es que me
traten todos como si estuviera loco, como si viviera en otro mundo. Solamente
creo que el mundo puede ser mejor de lo que es. La gente se está volviendo
pesimista por momentos, cada vez más. Y lo peor es que me lo están contagiando
un poco pero no pienso dejar que esto pase. Incluso veo probable que la
generación futura esté marcada por el pesimismo existencial y el vitalismo
desengañado, con esta actitud se avecina una crisis. Tú antes eras un poco así,
¿sabes Sancho? Pero has cambiado bastante desde que te conocí, te veo mejor.
Creo que todos evolucionamos a lo largo de la vida, incluso los personajes de
novela como nosotros, ¿no crees?”
Pero
cuando miré, mi amigo estaba dormido. Había bebido demasiado vino del que nos
dieron mi ama y mi sobrina antes de irnos y se notaba que estaba en un profundo
sueño, espero que fuera de aventuras. Me quedé dormido pensando en mi Dulcinea
mientras miraba las estrellas, aunque ella prefiere que le llame Aldonza.
Rocinante
me despertó a la mañana siguiente. Tenía mucha energía y galopó durante horas y
horas hasta que llegamos a Lisboa. Entramos en la posada de un amigo de Sancho
e hicimos noche allí.
Luz.
Mucha luz. Una suave brisa entraba por la ventana aquella mañana. Presentía que
algo iba a pasar ese día. Me vestí rápidamente, no me acostumbraba a verme sin
mi armadura. Bajamos a desayunar y sin perder un segundo de nuestro valioso
tiempo fuimos preguntando de taberna en taberna, en el mercado de la plaza y
por último fuimos al puerto. Había muchos comerciantes que venían de las
expediciones. Observaba a la gente. Gente diferente. Diferentes colores.
Colores también en las banderas. Banderas de los barcos. Barcos a punto de
zarpar. A uno de ellos subió la chica que Sancho no paraba de mirar. No sé que
veía en ella, no tenía ni punto de comparación con Dulcinea. De repente, Sancho
salió corriendo y subió en el barco de la joven interrumpiendo mis pensamientos
y cuando me di cuenta vi que la chica estaba tirada en el suelo y Sancho le
asestaba un puñetazo en la cara del tipo que la había tirado. Como un acto
reflejo fui detrás de mi amigo, el cual se encontraba ya en un apuro debido al
tamaño de su enemigo. Intenté intervenir lo más caballerosamente posible para
no incumplir mi promesa pero aquel hombre parecía bastante enloquecido. Me
negué a sacar mi espada pero no sabía cómo reaccionar ante su ataque asique sin
que nadie se lo esperara, ni siquiera yo, le hice la zancadilla y calló por la
borda. Pero sin habernos dado cuenta aquel navío ya había zarpado y nos
encontrábamos viajando a las Indias. Horas después estábamos mar adentro y yo
estaba muy frustrado. El olor a pescado me provocaba nauseas y tenía un nudo en
la garganta solo de pensar cuándo y cómo íbamos a regresar. Aunque a Sancho no
parecía importarle mucho porque en vez de escucharme llevaba horas hablando con
aquella mujer que nos había causado tantos problemas.
Entre
el mareo y la angustia no pegué ojo en toda la noche. Eran las seis de la
mañana y todavía no había amanecido cuando cundió el pánico en cubierta. Sonidos
de cañones y aquel barco que nos atacaba tomado por piratas amedrentaba a los
viajeros. Como si el clima acompañara a la batalla para darle más dramatismo se
levantaron unas gigantescas olas y horas después nos encontramos capturados por
aquellos piratas en un barco español que habían atracado horas antes. En la
celda contigua a la nuestra había un hombre ya entrado en edad y me llamó la
atención algo que dijo, parecía estar escribiendo y formuló una frase en voz
alta: “Más hermoso parece el soldado en la
batalla que sano en la huida”. Y lo cierto es que no podía estar más de acuerdo
asique me acerqué a las rendijas y le pregunté qué hacía. A él le tenían
prisionero en aquel barco desde hacía tres días y por lo visto decía que cuando
estaba encarcelado tenía más inspiración para escribir. La obra en la que
estaba trabajando ahora iba a titularla Los
trabajos de Persiles y Sigismunda. Lo cierto es que nos entendíamos
bastante bien, era un hombre de mundo, como yo. Nos contamos muchas aventuras,
él al igual que yo había estado en batallas, es por ello que no tenía movilidad
en la mano izquierda. Pero según él la batalla de Lepanto fue «la más memorable
y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros»
cito textualmente. No quería darle detalles de mi vida a un desconocido pero le
conté que no podía combatir en un año entero y que prefería perder la vida antes
que la honra. Me dijo que le recordaba mucho a alguien del que escribió una vez
pero que no solo se trataba de mí sino de todas las personas que iban en aquel
barco y que teníamos que buscar una solución. Así pues, aquella noche la amiga
de Sancho engañó al guardia que tenía las llaves tal y como las mujeres saben
hacer y muy silenciosamente fuimos abriendo las celdas de los que estaban
capturados. Una alcahueta que también estaba con nosotros se coló en la cocina
del barco y vertió en la bebida algo que según ella provocaba un sueño muy
profundo, cuando toda la tripulación estuvo dormida nos escapamos en los botes
y navegamos durante dos días casi sin hablar, muertos de sed. Lo único que me
mantenía con vida era Dulcinea. Cuando creíamos que íbamos a morir
deshidratados avistamos tierra y remamos con todas las fuerzas que nos quedaban.
Para nuestra sorpresa nos encontrábamos en el noroeste de la península. Debían
ser piratas ingleses que se dirigían al norte para llegar a Inglaterra. Tan
solo quería dar gracias por seguir vivo, por tener a Sancho a mi lado y solo
quería volver con Dulcinea. Ya no necesitaba otro final para mi historia porque
solo me importaba la opinión de unos pocos. Además, no había roto mi promesa.
Deseaba volver a casa pero Rocinante se había quedado en la posada del amigo de
Sancho, el cual me dijo que le enviaría una carta para que nos visitara y nos
devolviera a mi caballo. Entonces nos despedimos de nuestros amigos y nos
subimos en un carro que iba a Castilla. Justo antes de que los caballos comenzaran
su camino le dije a mi compañero de celda que me llamaba Alonso Quijano y no sé
por qué se quedó blanco como el papel. Él me grito su nombre cuando los
caballos ya habían empezado a galopar y no pude escucharlo. Nunca supe cómo se llamaba
aquel hombre.
Sara Molina de Lara
Ganadora Categoría E Bachillerato
X Concurso Literario Sagrado Corazón Chamartín
No hay comentarios:
Publicar un comentario