Richard
todavía recordaba cuando su padre, el coronel Joseph Netterville Burton, volvía
a casa en épocas de verano, y se pasaba días y días hablando sobre sus
trabajos, sus medallas, y sus reconocidos trofeos e insignias. También
recordaba la tristeza que sentía cuando el invierno se acercaba, y el verano se
alejaba como un velero en la mar, ya que suponía tener que despedirse de su
padre, y comenzar de nuevo las clases que le impartían varios tutores
contratados por su madre, heredera de una familia acomodada de Hertfordshire.
Sus
anteriores tutores, tanto de música como de pintura, habían resultado no ser
del agrado del pequeño, ya que este terminó por romper un violín en la cabeza
de uno, y escapar de las clases del otro. Sin embargo, el nuevo tutor de
Richard era un profesor magnífico, que le enseñaba el arte de la cultura,
materia que le fascinaba. Mostró desde muy pequeño una gran habilidad con las
lenguas, aprendiendo rápidamente francés, italiano, latín, hindi y otras lenguas indostánicas.
Pero
a medida que iba creciendo, Richard
descubrió que existían infinidad de lugares con distintas lenguas,
religiones, comidas y toda clase de detalles culturales, ya sean ropa o incluso
apellidos de familias importantes; y comenzó en su interior el deseo de viajar
a nuevos lugares en busca de aventuras y aprendizaje, y consiguió fama por su
espíritu aventurero y sus posibilidades en otros lugares.
Con
30 años, cuando paseaba por la calle, miraba las casas y pensaba en la sociedad
en la que vivía: los artistas eran mayoritariamente extranjeros; el idioma
provenía de lenguas germánicas occidentales; sus principales documentos
constitucionales eran la Carta Magna y la Declaración de Derechos de 1689;
durante muchos años, la literatura había sido escrita principalmente en francés
y latín; el cine y la música tenían una larga y rica historia; y la gastronomía
se basaba en la carne, los pasteles, los pescados y los caldos. Todas estas (y
muchas otras) características determinadas formaban su sociedad, y otras
sociedades y civilizaciones de otros lugares y épocas, tenían sus propias
formas de cultura, de arte, de música, su propio idioma, su cine, sus teatros, su gastronomía y miles de cosas más. La cantidad
de variaciones en estos datos eran infinitas, y solo de pensar las nuevas
culturas que aún quedaban por conocer, con todas sus variantes posibles, hacían
que su corazón se llenase de emoción y ganas de descubrir mundo.
Mientras
seguía con sus ensoñaciones, se le acercó un hombre barbudo, que a juzgar por
sus ropas e insignias, parecía un oficial del ejército británico, probablemente
de algún lugar de las indias.
- Buenas tardes. - le saludó, tendiéndole la mano- Soy el
teniente John Hanning Speke, es un
placer conocerle al fin en persona.
Estrecharon
sus manos.
- Encantado. – respondió él.
- He escuchado que se ha dispuesto usted a viajar como
lingüista a cualquier lugar del mundo.
- Así es.
- Bien. Pues venía a ofrecerle un puesto en la compañía que
viajará el próximo mes a Centroáfrica, explorando los lagos de la zona, en
busca de nuevas civilizaciones.
La
oferta fue recibida con gran entusiasmo y Richard aceptó gratamente, tras haber
concretado los detalles del viaje.
La
cultura de los hombres y mujeres de las tribus somalíes que visitó era
fascinante para él: era un conjunto de tradiciones de origen autóctono desarrolladas
y acumuladas durante milenios. Su idioma era miembro de las lenguas cusitas; la
religión que predominaba en esos momentos era el islam; la sociedad se dividía
en clanes, formados por varias familias; las mujeres llevaban la cara tapada; y
su gastronomía estaba basada en el arroz y la pasta.
Las
imágenes que se repetían en su cabeza eran confusas y giraban a su alrededor
mientras su vista se nublaba: la carta en la que aceptó la oferta del teniente
Speke, las caras de los somalíes de Harar, la ciudad de Emir, el anuncio de su
viaje de vuelta…
Y
allí estaba, caminando por el desierto junto a Speke. Le miró, y descubrió que
su aspecto había cambiado considerablemente: había adelgazado mucho más de lo
conveniente, y en su cara se marcaban los huesos de sus pómulos y mandíbula.
Además su barba había crecido más de lo que se podría considerar cómodo, y sus
ropas aparecían gastadas y rotas, hechas girones. Andaba descalzo, como él, ya
que las sandalias que antes adornaban sus pies habían quedado inservibles
durante su travesía por ese interminable desierto que ahora trataban de
atravesar.
Él
tendría más o menos el mismo aspecto, por lo que prefirió no fijarse en su
ropas ni en su rostro y concentrarse en poner un pie delante del otro,
agradeciendo no tener un espejo frente al que lamentarse. Lo cierto es que
hacía mucho que no se veía en un espejo, y lo echaba de menos. Echaba de menos
todo de su vida n Inglaterra, cuando aún era un niño y no tenía que preocuparse
por la falta de recursos.
Pensando
en esto abrió su bolsa y descubrió que no les quedaba agua. Tal vez aguantarían
un par de días comiendo, pero el camino que faltaba era extenso, y sin agua no
llegarían muy lejos.
Sintió
que se desplomaba y que se llenaba la boca de arena. Notó que Speke se acercaba
e intentaba levantarlo, casi sin fuerzas para sostenerse en pie.
Entre
la cegadora luz de los rayos del sol, entrevió una figura voladora que se movía
con gran facilidad. Trató de incorporarse y se fijó mejor, enfocando la vista
hacia aquella figura. Era un ave. Un pájaro posiblemente marítimo que anunciaba
a los exploradores la cercanía del mar.
Henchido
de una nueva esperanza logró ponerse en pie y, mirando a lo lejos descubrió la
sombra de una ciudad costera, y los reflejos de la luz sobre el mar.
Cargando
con Speke, cruzó el desierto y alcanzó su objetivo.
Tras
este viaje Richard siguió viajando junto al oficial Speke en muchas otras
aventuras por África central, descubriendo lagos como el Tanganica o el
Victoria, con algunas rivalidades profesionales, pero siempre conscientes del
apoyo del uno sobre el otro.
Carmen Torres Rodríguez
Segundo Premio Categoría D 3º y 4º ESO
X Concurso Literario Sagrado Corazón Chamartín
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