Farron aunó las fuerzas que le quedaban para seguir hacia
delante. Aún no se veía el Mar, pero podía notarlo, sentirlo, olerlo. Su boca,
muda. Sus cabellos, carbón. Sus ojos, vacíos. Su alma, cerca.
Como él había muchos. Farron, un cascarón como se les
llamaba, era la maldición de la vida misma. Todo humano que moría en el reino
de Aldia se dividía en dos: Un alma, hacia el más allá, y un hueco, un cuerpo
vacío que apenas vivía, que vivía con dolor al no tener alma. Si se llamaba
Farron era porque había querido, ya que hasta el recuerdo de su nombre había
desaparecido y hasta un cascarón muere de viejo.
Pero si algo sabía, era que había un Mar, que lo veía todas
las noches, que le llamaba. Y así fue como decidió buscarlo. Cuando se perdía,
soñaba. Era como si aquel calor le guiase, y le dijese a dónde tenía que ir.
Veía calles, montañas, valles y finalmente el Mar.
Pasó por las calles, a rebosar de gente, y se sintió solo.
Nadie le acompañaba. La gente estaba feliz, él triste. Era casi como si su mera
existencia no importase. Un insecto en una esquina, esperando a ser aplastado.
Pero pensó en el Mar, en la compañía que tendría ahí. Eso le dio fuerzas para
seguir.
Pasó por el bosque. El viento hacía que los árboles
susurrasen. Los susurros pasaron por la cabeza de Farron, y se convirtieron en
su mente en puyas, efímeros lapsos de tiempo en los que su dolor se convertía
en temor, temor de que él fuese el problema en aquel bosque inmenso. Pero pensó
en el Mar, en su seguridad, aceptación y calor. Eso le dio fuerzas para seguir.
Pasó por la montaña. Empezó a agotarse y, al llegar al pico
de esta, se paró. Tenía frío, y aunque ahí tenía el mundo a sus pies, sintió
que este le devoraba, que era pequeño e insignificante. Pero pensó en el Mar,
en lo grande que sería allí. Eso le dio fuerzas para luchar.
Pasó por el valle, y allí se encontró con tres monstruos:
Un oso, una serpiente y una sanguijuela. No supo por qué, pero le causaron un
terror familiar, quizá de cuando no era un cascarón, y los evitó, huyó. Pero
pensó en el Mar, en lo fuerte y valiente que sería gracias a él. Eso le dio
fuerzas para luchar.
El viaje fue muy largo, y cada vez se sentía más débil.
Empezó a encontrarse con otros cascarones… muertos. Quizá dejaron de creer en
que el Mar serviría, que dejaron de soñar con Él. Pero pensó en el Mar. Eso le
dio fuerzas para no morir.
Llegó. Lo hizo. Lo tocó, sintió que era real. El Mar estaba
ante él. Un Mar de almas. De pronto, logró algo antes imposible: Habló. Lo
contó todo, y el Mar lo abrazó con su ternura y amabilidad. Farron se acordó de
su nombre, algo que careció de importancia cuando recordó quién era. Fuerte,
valiente, precioso y, sobre todo, importante.
Partió de vuelta. Los monstruos del valle se arrodillaban
ante él. Al ver el mundo desde el pico de la montaña sintió que estaba en la
palma de su mano, que era SU mundo. Los árboles del bosque susurraban halagos y
piropos. Y finalmente, se hizo amigo de la gente de la calle. Ellos estaban
felices y él también. Su existencia importaba y alegraba la de otros.
El Mar le había dado un alma. Un alma a un cuerpo hueco. Un
alma a una persona que había renacido. Un alma a una persona que ya no tenía
miedo.
Miguel Bustío
3er Premio Categoría C 1º y 2º ESO
X Concurso Literario Sagrado Corazón Chamartín
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